Decir
barranco de la hoz en unas tierras cruzadas por decenas de cañones,
desfiladeros, cortados, hoces y barranqueras es dar pocas pistas, la
verdad. De Sigüenza a Molina y de Peralejos a Peñalba, al menos media
docena de barrancos de la hoz abren sus atormentados tajos en la
gastada provincia alcarreña. Pos suerte todos tienen apellido; de la
Virgen de la hoz, de la hoz de Oceratejo, del río Dulce, del
Ablanquejo, de Oter…
El verídico, el Barranco
de la Hoz, a secas, abre por mitad las soledades seguntinas, a tiro de
piedra de Viana de Jadraque. Por si fuera poco lío, este cañón también
es conocido como barranco del Gamellón, del Prado, de Viana y
Barrancazo. Mucho nombre para un lugar remoto y tranquilo, de calizas
entre el blanco inmaculado y el naranja encendido, sin dejar de lado
las innumerables tonalidades de grises.
Sobre la confluencia del
arroyo del Prado con el río Salado, Viana de Jadraque recibe a los
visitantes con su mejor monumento. La curiosa fuente de los Cangrejos,
así llamada por ser sus cañossendos crustáceos, ofrece el fresco
caudal a
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la entrada del pueblo. Hace tiempo, los
bigotes plateados de los animalillos indicaban el rumbo de la
barranquera. Hasta que algún desalmado se los cortó, dejando al
caminante huérfano de tan inusitada referencia.
En cualquier caso, la
ruta admite pocas pérdidas. Solo hay que tomar la calleja que se
inicia entre la fuente y el viejo lavadero, hasta salir del pueblo. La
última casa es la carnicería. Se prosigue por el camino que la deja a
mano izquierda, atravesando una amplia depresión cuyo fondo peinan los
rectilíneos cultivos. Festoneada por un espeso bosquete, en su final
se intuye el tajo.
La pista desprecia dos
desvíos a la derecha y navega por la mitad de este mar de labrantíos,
acompañada por una bulliciosa cacera, que reparte agua por los panes
recién arados.
Un par de suaves
curvas encañonan la pista hacia el barranco, haciéndola pasar al pie
de unos prodigiosos chopos, donde alrededor de una mesa metálica se
esparcen los restos y basuras de un bárbaro picnic
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Después, las rodadas se encajonan entre
las paredes calizas. Es a partir de este momento cuando la piedra
muestra sus mejores secretos. La fauna alada es el primero. Así, el
aturullado aleteo de las zuritas alterna con el concierto de
tarabillas, carboneros y herrilleros. Las parejas de abubillas, los
gallitos de abril, escapan con un vuelo a oleadas y ante las paredes,
los pardos aviones trazan sus devaneos suicidas. En loo alto, el
prodigio implacable del peregrino. Una pareja de halcones saluda con
su grito salvaje el paso del intruso.
Hacia mitad de la
barranca se pasa junto a varias majadas y arruinadas y resto de las
canterías que operaron aquí. Un giro da paso a la parte más atractiva
del cañón. Como en un
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astillero, se suceden los desplomados
espolones, que asemejan los cascos de una poderosa flota de barcos.
Sobre las paredes se
descubren anclajes, cuerdas, y otros utensilios de escalada. No en
vano, este barranco es un apreciado punto de encuentro de los
hombres-mono. Así se llega a la corraliza más importante del
cañón, ya cerca de su final. En la pradera cercana, aguarda una
sorpresa.
Alguien ha entrado su
coche hasta el final del remoto paraje. Es una pareja de pilotos que a
pesar de ser medio día, duermen en su tienda. Cuesta crees que hasta
aquí hayan metido el coche. Incapaces de
caminar no más de veinte minutos desde
el inicio del barranco. De puntillas para no despertarlos, el
caminante da la vuelta mientras cavila que en esto del ocio campestre
para algunos todo el monte es orégano.
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